Son varios los alumnos que se despiertan poco después del alba en una habitación que no es la suya, en una cama desconocida pero en la que han disfrutado un descanso reparador. Se levantan y toman desayunos variados. A la mayoría les ofrecen frutas de temporada, un rico muesli de chocolate o incluso les han cocinado un delicioso pastel especialmente para ellos. Ya están empezando a ver qué generosa es la cortesía checa.
Salen hacia la escuela acompañados de su compañero anfitrión. La conversación es amable y alegre, en un inglés compensado con alguna palabra en español. El frío de la mañana rompe el hielo y uno le presta los guantes al otro.
La primera vez que ven la escuela la fachada gris les impone. Es un edificio solemne donde una majestuosa escalera les invita a entrar en sus pasillos a los que los estudiantes acceden con unas tarjetas que registran su asistencia. Todo muy profesional. En el hall, una gran bandera de Ucrania colgada del techo pide reflexión y respeto por el momento de dolor que vivimos en Europa. Un cartel a la derecha de las escaleras, les informa de si deben cambiarse o no los zapatos, dependiendo de la cantidad de nieve o lluvia. No vaya a ser que ensucien el suelo sobre el que aprenden.
En la primera aula a la que entran, los alumnos españoles sienten alivio porque vuelven a ver a sus compañeros de instituto. Por fin pueden volver a hablar un rato en español, aunque la alegría dura poco: “cada checo se sienta con un español diferente al que acoge” es una de las primeras indicaciones que da Diego, el Jefe del Departamento de Español de la escuela. Los alumnos se preparan para una dinámica que rápidamente endulza la tensión y descubren que no solo tienen cosas en común con su anfitrión sino que este es un equipo que promete. Las risas no se hacen esperar y al cabo de los pocos minutos ya han hecho nuevos amigos con los que tienen que comunicarse en inglés.
En el siguiente punto del orden del día está asistir a una clase de idiomas en el nuevo instituto. Pueden elegir inglés, español, latín, alemán o francés. Los alumnos checos van a sus propias clases y los españoles se dispersan en las diferentes aulas, todas ellas con vistas a la imponente iglesia negra gótica de Santa Ludmila. En las clases, los alumnos pueden apreciar el respeto que los estudiantes tienen hacia sus profesores: se levantan cuando el profesor entra al aula, le saludan educadamente, la interacción bidireccional siempre es de usted y nadie osa interrumpir una explicación que es disfrutada por la gran mayoría de los asistentes.
La mañana de clases lectivas termina y todos los alumnos se reúnen para ir a comer juntos. Todos coinciden en que no es la hora de comer sino la de almorzar pero este es otro de esos aspectos que son bienvenidos cuando estás descubriendo una cultura nueva. El comedor del colegio es un majestuoso salón de techos altos, coronados por lámparas de araña. Unas escaleras de caracol conducen a una pequeña sala, tipo bodega, con bóveda de cañón donde solo los alumnos españoles podrán intercambiar opiniones sobre las diferentes clases a las que han asistido y cómo se sienten tras no llega ni un día en República Checa. La comida la odian y la aman a la vez. Sopas con ingredientes que las suyas no suelen tener, verduras aliñadas con especias que ni siquiera conocen en español y texturas que no han probado antes. En este contexto casi festivo, se lo comen con curiosidad y agradecimiento.
La tertulia con sus compañeros compatriotas se alarga más de lo que un checo espera. Ellos comen en quince minutos y pronto vienen a buscar a sus invitados españoles. La conversación no la hacen alrededor de la mesa. En breve, se colocarán las mochilas, sacarán sus paraguas y estarán preparados para pasar bajo la Torre de la Pólvora, merendar un trdlník cerca del Reloj Astronómico, hacerse un selfie sobre en el Puente de Carlos o escribir un mensaje de paz en el Muro de Lennon. La aventura ya ha empezado.